El fin del científico solitario
Un premio que reconoce la vocación de apertura y colaboración que conlleva la investigación
El científico ya no es alguien que solitario y ensimismado trata de desentrañar secretos de la vida o del universo en un laboratorio. La ciencia necesita cada vez más de comunicación, intercambio de experiencias, fluidez y cooperación. La Sociedad Max Planck es una buena muestra de ello: es una verdadera máquina de hacer ciencia, con sede en Alemania, pero con vocación internacional. Para muchos científicos españoles acosados por recortes y penurias es el séptimo cielo de la investigación europea.
Nació como resurrección de la Sociedad Kaiser Wilhelm tras la caída del nazismo y tomó el nombre del último director de aquélla. Max Planck fue el padre de la teoría cuántica. A él debemos la célebre ecuación que revela que la radiación se transmite en paquetes denominados «cuantos». Eso le llevó a formular la ley que lleva su nombre y que explica cómo los cuerpos emiten o reciben esa radiación.
Fue un tipo inquieto. Antes de decantarse por la física, dudaba entre la filología y la música y, ya anciano, llegó a enfrentarse con Hitler y le reprochó la persecución a los científicos judíos.
Hoy la Sociedad Max Planck es sinónimo de excelencia científica. Se financia en su mayoría con fondos públicos (un ochenta por ciento) y parte de entidades privadas, pero funciona como una entidad autónoma cuyo único fin es lograr la mejor investigación mundial. Y lo logra con una gran red de científicos de primera línea que se abre a nuevas generaciones. Es, sin duda, un compendio de todos los grandes valores que encierra el ejercicio de la ciencia.
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